Un día, jugando nuestros tradicionales
picados de fútbol en casa, a alguien se le ocurrió que deberíamos ampliar
nuestros horizontes.
Pensamos que, por un lado,
jugábamos bastante bien al fútbol (o eso creíamos nosotros) y, por el otro, ya
teníamos la institución que podría cobijarnos en cualquier enfrentamiento deportivo
que tuviera lugar fuera de casa: el Sudam Club.
Pero nuestra imaginación e
iniciativa era de tal naturaleza que lo que pensamos no fue encontrar algún
otro grupo de pibes para enfrentar en Ayacucho. Nuestra idea era ir a
confrontar con un equipo de otra ciudad vecina. El primer problema por resolver
era el de encontrar algún club de pibes al que pudiéramos enfrentar en alguna
de esas ciudades.
En esa época no existía Internet;
por lo tanto, nos era casi imposible hacer una búsqueda anticipada para
encontrar a nuestros futuros rivales. Así que prácticamente debíamos adivinar
dónde podían estar esos pibes para enfrentarlos. Alguno de nosotros tiró la que
sería una muy buena idea.
En Ayacucho había estado como
cura párroco el padre Cazes. Sabíamos que era un sacerdote que quería mucho a
los pibes y que había organizado actividades deportivas para chicos en nuestro pueblo.
Hacía algún tiempo que había sido trasladado a la ciudad vecina de Rauch.
Esta
era una ciudad que estaba a unos setenta kilómetros de nuestro pueblo, unida a
Ayacucho en ese entonces por una ruta de tierra. No teníamos conexión ferroviaria
con Rauch, que era la principal forma de transporte entre las ciudades en aquellos
días.
Pero ya habíamos dado el primer paso. Pensamos: “Si el padre Cazes estaba
en Rauch, seguro que tenía un equipo de fútbol de chicos, y si esto era así,
seguramente no tendría inconvenientes en convocarlos para que los enfrentáramos
con el Sudam”.
Créase o no, ya teníamos resuelto
el contra quien jugar. Ni se nos pasó por la cabeza llamar por teléfono a la
parroquia de Rauch para consultar con el padre la viabilidad de nuestra idea.
Las llamadas telefónicas de larga distancia eran una rareza absoluta en aquellos
días. Muy pocas personas e instituciones contaban con un teléfono y las
llamadas eran carísimas y de una paupérrima calidad técnica. Era casi imposible
entender lo que un interlocutor de larga distancia nos decía.
Nos preguntamos a continuación
cómo diablos podríamos hacer para trasladarnos hasta Rauch. Obviamente, no teníamos
ni un peso. Hay que tener en cuenta que íbamos a ir con el equipo de los
chicos, que en ese entonces deberíamos rondar los diez u once años, tal vez
reforzado con algún grande. Tengo idea de que Jorge, mi hermano, vino con el
equipo. Pero no estoy seguro.
Alguien tiró la idea de ir a
pedirle al papá de ‘Nenucho’ Romairone que nos prestara el camión de su empresa
de materiales, con chofer incluido, para que nos llevara a Rauch y nos trajera.
Increíblemente, el papá de ‘Nenucho’ accedió a nuestra demencial petición.
Estuvo de acuerdo en prestarnos el camión y su chofer, el señor Magnani al que
le decían ‘Poroto’.
Así fue como organizamos el viaje para el siguiente sábado.
Recuerdo que partimos todos los pibes del equipo llevando nuestras camisetas marrones
del Sudam Club. A todo esto, no habíamos generado por ninguna otra vía alguna
comunicación con el padre Cazes que nos confirmara:
a) Si el padre Cazes
efectivamente estaba en Rauch;
b) si tenía un equipo de fútbol de
chicos de nuestra edad;
c) si iban a poder jugar contra
nosotros el sábado siguiente.
La cuestión es que partimos a la
aventura con esas tres grandes incógnitas sin verificar, pero con la seguridad
de que nuestro proceso de deducción lógica no debería estar equivocado y que
finalmente íbamos a terminar jugando el partido. La cuestión es que todos los pibes
nos montamos en la caja del camión y partimos alegremente hacia Rauch.
La distancia al pueblo vecino no era mucha, pero el hecho de que el camino fuera de tierra y que el vehículo fuera un camión hizo que el viaje tardara un par de horas. Con gran algarabía, nos dirigimos a la iglesia del pueblo.
La distancia al pueblo vecino no era mucha, pero el hecho de que el camino fuera de tierra y que el vehículo fuera un camión hizo que el viaje tardara un par de horas. Con gran algarabía, nos dirigimos a la iglesia del pueblo.
Para nuestra gran sorpresa, la
encontramos cerrada. Recuerdo que estábamos todos los pibes en la vereda de la iglesia
mirando con pesar la puerta cerrada del templo.
En realidad, no sabíamos bien qué
hacer. Alguien, que debe haber sido nuestro chofer, ‘Poroto’ Magnani, el único
adulto de nuestra delegación, fue a tocar timbre y a averiguar si estaba el padre
Cazes. No recuerdo haber visto al Padre, por lo que es muy probable que estuviera
fuera de Rauch.
Seguramente alguien ligado a la iglesia nos dijo que, en efecto,
tenían un equipo de edades equivalentes a las nuestras y que en el fondo del templo
había una canchita como para jugar seis contra seis, con arcos y todo. Fue así
como se armó el partido.
En mi mente tengo la idea de que fue
parejo, pero que al final se impusieron los pibes de Rauch. Deportivamente, la
experiencia no había sido la que habíamos ido a buscar, seguros de nuestro triunfo.
Pero organizativamente había sido casi un milagro para pibitos tan chicos que
se animaron a hacer por las de ellos los que otros de su edad ni siquiera
podían imaginar.
Del viaje de regreso en el camión
no conservo ninguna imagen. Dicen que la percepción y la memoria son
selectivas. Además de volver cansados, seguro que la derrota debe haber
contribuido a que ese recuerdo se borrara de mi mente.
(cuento basado en un hecho real, tomado del imperdible libro de historias ayacuchenses de Carlos Connolly, "Historias de una infancia feliz: un puente en el tiempo", Ed. Deano.com, página 148.
Mi sincero agradecimiento al autor por autorizarme a publicar este cuento)
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